El «Doctor de la
Gracia» fue el máximo pensador del cristianismo del primer milenio y según
Antonio Livi uno de los más grandes genios de la humanidad. Autor prolífico,
dedicó gran parte de su vida a escribir sobre filosofía y teología siendo
Confesiones y La ciudad de Dios sus obras más destacadas.
De Agustín como un
niño sus padres fueron muy orgullosos. Recibió su primera educación en Tagaste,
aprender, leer y escribir, así como los rudimentos de la literatura griega y
latina, de los profesores que siguieron los antiguos métodos tradicionales
paganos.
Él parece no haber
tenido ninguna instrucción sistemática en la fe cristiana en este periodo, y
aunque inscrito entre los catecúmenos, al parecer estaba cerca de bautismo sólo
cuando una enfermedad y su propio deseo infantil lo hicieron temporalmente
probable.
Mónica le enseñó a
su hijo los principios básicos de la religión cristiana y al ver cómo el joven
Agustín se separaba del camino del cristianismo se entregó a la oración
constante en medio de un gran sufrimiento. Años más tarde Agustín se llamará a
sí mismo "el hijo de las lágrimas de su madre". En Tagaste, Agustín
comenzó sus estudios básicos, posteriormente su padre le envía a Madaura a realizar
estudios de gramática.
Agustín fue
maniqueo y orador imperial en Milán. Era el rival en oratoria del obispo
Ambrosio de Milán, figura que después hizo a Agustín conocer los escritos de
Plotino y las epístolas de Pablo de Tarso. Por medio de estos escritos se
convirtió al cristianismo. Ya como obispo, escribió libros que lo posicionan
como uno de los cuatro primeros Padres de la Iglesia. La vida de Agustín fue un
claro ejemplo del cambio que logró con la adopción de un conjunto de creencias
y valores.
San Agustín se
destacó en el estudio de las letras. Mostró un gran interés hacia la
literatura, especialmente la griega clásica y poseía gran elocuencia. Sus
primeros triunfos tuvieron como escenario Madaura y Cartago, donde se
especializó en gramática y retórica. Durante sus años de estudiante en Cartago
desarrolló una irresistible atracción hacia el teatro. Al mismo tiempo, gustaba
en gran medida de recibir halagos y la fama, que encontró fácilmente en
aquellos primeros años de su juventud. Durante su estancia en Cartago mostró su
genio retórico y sobresalió en concursos poéticos y certámenes públicos. Aunque
se dejaba llevar por sus pasiones, y seguía abiertamente los impulsos de su
espíritu sensual, no abandonó sus estudios, especialmente los de filosofía.
Años después, el mismo Agustín hizo una fuerte crítica sobre esta etapa de su
juventud en su libro Confesiones.
A los diecinueve
años, la lectura de Hortensius de Cicerón despertó en la mente de Agustín el
espíritu de especulación y así se dedicó de lleno al estudio de la filosofía,
ciencia en la que sobresalió. Durante esta época el joven Agustín conoció a una
mujer con la que mantuvo una relación estable de catorce años y con la cual
tuvo un hijo: Adeodato.
En su búsqueda
incansable de respuesta al problema de la verdad, Agustín pasó de una escuela
filosófica a otra sin que encontrara en ninguna una verdadera respuesta a sus
inquietudes. Finalmente abrazó el maniqueísmo creyendo que en este sistema
encontraría un modelo según el cual podría orientar su vida. Varios años siguió
esta doctrina y finalmente, decepcionado, la abandonó al considerar que era una
doctrina simplista que apoyaba la pasividad del bien ante el mal.
Sumido en una gran
frustración personal decidió, en 383, partir para Roma, la capital del Imperio
romano. Su madre quiso acompañarle, pero Agustín la engañó y la dejó en tierra.
En Roma enfermó de gravedad. Tras restablecerse, y gracias a su amigo y
protector Símaco, prefecto de Roma, fue nombrado "magister
rhetoricae" en Mediolanum, la actual Milán.
Conversión
al cristianismo
En 385 Agustín se
convirtió al cristianismo. Agustín es bautizado por el obispo Ambrosio. Fue en
Milán donde se produjo la última etapa antes de su conversión: empezó a asistir
como catecúmeno a las celebraciones litúrgicas del obispo Ambrosio, quedando
admirado de sus prédicas y su corazón. Entonces decidió romper definitivamente
con el maniqueísmo. Esta noticia llenó de gozo a su madre, que había viajado a
Italia para estar con su hijo, y que se encargó de buscarle un matrimonio
acorde con su estado social y dirigirle hacia el bautismo. En vez de optar por
casarse con la mujer que Mónica le había buscado, decidió vivir en ascesis;
decisión a la que llegó después de haber conocido los escritos neoplatónicos
gracias al sacerdote Simpliciano. Los platónicos le ayudaron a resolver el
problema del materialismo y el del mal. San Ambrosio le ofreció la clave para
interpretar el Antiguo Testamento y encontrar en la Biblia la fuente de la fe.
Por último, la lectura de los textos de san Pablo le ayudó a solucionar el
problema de la mediación y de la gracia. Según cuenta el mismo Agustín, la
crisis decisiva previa a la conversión, se dio estando en el jardín con su
amigo Alipio, reflexionando sobre el ejemplo de Antonio, oyó la voz de un niño
de una casa vecina que decía: toma y lee, 10 11 y entendiéndolo como una
invitación divina, cogió la Biblia, la abrió por las cartas de Pablo y leyó el
pasaje. Al llegar al final de esta frase se desvanecieron todas las sombras de
duda.
En 386 se consagró
al estudio formal y metódico de las ideas del cristianismo. Renunció a su
cátedra y se retiró con su madre y unos compañeros a Casiciaco, cerca de Milán,
para dedicarse por completo al estudio y a la meditación.
El 24 de abril de
387, a los treinta y tres años de edad, fue bautizado en Milán por el santo
obispo Ambrosio. Ya bautizado, regresó a África, pero antes de embarcarse, su
madre Mónica murió en Ostia, el puerto cerca de Roma.
Fallecimiento
Tumba de san
Agustín en la basílica de San Pietro in Ciel d'Oro, en Pavía.
Agustín murió en
Hipona el 28 de agosto de 430 durante el sitio al que los vándalos de Genserico
sometieron la ciudad durante la invasión de la provincia romana de África.
Su cuerpo, en fecha
incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el 725, a Pavía, a la basílica de
San Pietro in Ciel d'Oro, donde reposa hoy.
Razón
y fe
San Agustín, a los
diecinueve años, se pasó al racionalismo y rechazó la fe en nombre de la razón.
Sin embargo, poco a poco fue cambiando de parecer hasta llegar a la conclusión
de que razón y fe no están necesariamente en oposición, sino que su relación es
de complementariedad. Según él, la fe es un modo de pensar asintiendo, y si no
existiese el pensamiento, no existiría la fe. Por eso la inteligencia es la
recompensa de la fe. La fe y la razón son dos campos que necesitan ser
equilibrados y complementados.
Interioridad
Agustín de Hipona
anticipa a Descartes al sostener que la mente, mientras que duda, es consciente
de sí misma: si me engaño existo (Si enim fallor, sum). Como la percepción del
mundo exterior puede conducir al error, el camino hacia la certeza es la
interioridad (in interiore homine habitat veritas) que por un proceso de
iluminación se encuentra con las verdades eternas y con el mismo Dios que,
según él, está en lo más íntimo de la intimidad.
Todo lo que Dios
crea es bueno, el mal carece de entidad, es ausencia de bien y fruto indeseable
de la libertad del hombre.
Ética
Para Agustín de
Hipona la ley moral se sintetiza en la célebre frase: ama a Dios y haz lo que
quieras. Para Agustín el amor es una perla preciosa que, si no se posee, de
nada sirven el resto de las cosas, y si se posee, sobra todo lo demás.
Como para otros
Padres de la Iglesia, para Agustín de Hipona la ética social implica la condena
de la injusticia de las riquezas y el imperativo de la solidaridad con los
desfavorecidos
Agustín
y la ciencia
Según el científico
Roger Penrose, san Agustín tuvo una «intuición genial» acerca de la relación
espacio-tiempo, adelantándose 1500 años a Albert Einstein y a la teoría de la
relatividad cuando Agustín afirma que el universo no nació en el tiempo, sino
con el tiempo, que el tiempo y el universo surgieron a la vez. Esta afirmación
de Agustín también es rescatada por el colega de Penrose, Paul Davies.
Agustín, quien tuvo
contacto con las ideas del evolucionismo de Anaximandro, sugirió en su obra La
ciudad de Dios que Dios pudo servirse de seres inferiores para crear al hombre
al infundirle el alma, defendía la idea de que a pesar de la existencia de
Dios, no todos los organismos y lo inerte salían de Él, sino que algunos
sufrían variaciones evolutivas en tiempos históricos a partir de creaciones de
Dios.
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